¿Por
qué nos empeñamos en integrar a los inmigrantes que no quieren integrarse? ¿Por
qué aceptamos que vengan inmigrantes a trabajar y no podemos aceptar que no
quieran ser como nosotros? ¿Por qué esa manía de querer que sean como somos nosotros,
que hagan lo mismo que hacemos nosotros y que se comporten como nos comportamos
nosotros? ¿Por qué ese miedo, temor, terror, pánico a todo lo que es diferente
a nosotros?
Parece
claro que nuestra sociedad no podría subsistir sin los inmigrantes: muchos de
ellos hacen trabajos que nosotros no queremos hacer, bien por la propia
naturaleza de esos trabajos, bien porque no están bien pagados; contribuyen a
aumentar los recursos de la Hacienda Pública y de la Seguridad Social, cosa nada
baladí si tenemos en cuenta que la población, digámoslo así, autóctona cada vez
está más envejecida… En fin, vienen a llenar un hueco que hemos dejado vacío.
Por lo tanto, nos aportan muchos beneficios… pero nos cuesta verlos con buenos
ojos.
Un
holandés que trabaja en una multinacional farmacéutica, una belga ocupada en su
embajada, un inglés que ejerce de profesor, un polaco que es jardinero no nos
suponen ningún problema: son europeos con trabajo, se parecen a nosotros
físicamente, visten igual, comen similar… Total, los aceptamos sin más aunque
no consigamos comprenderlos totalmente: el idioma suele ser una barrera,
algunas costumbres son un poco raras… pero no nos importa demasiado. Lo mismo ocurre
con una ecuatoriana empleada del hogar o un boliviano albañil: hablan español,
podemos entendernos bien con ellos… y el resto lo aceptamos mal que bien.
Pero,
si el jardinero es magrebí y el albañil, negro, la cosa ya empieza a cambiar. Lo
que antes considerábamos minucias, ahora son graves impedimentos para aceptarlos:
que si no se lavan mucho, que si tienen otro concepto de la higiene, que si
visten de aquella manera, que si su comida huele mal, que si arman mucho ruido,
que no-sé-cuántas-cosas-más… Y lo que queremos es que se laven como nosotros,
que limpien como nosotros, que vistan como nosotros… En definitiva, que sean
como nosotros. Y no nos damos cuenta de que nadie es como nadie: cada uno es
cada uno y sus circunstancias.
Para
solucionar el asunto a nuestra conveniencia y que no nos puedan tachar de
racistas o xenófobos, las sociedades ‘avanzadas’ nos hemos inventado el
concepto de integración: los inmigrantes deben integrarse en la sociedad de
acogida. Aplicamos, pues, una política de integración con los inmigrantes y se
nos llena la boca de integración cuando de inmigrantes se trata. Pero, en
realidad, lo que queremos decir con eso de la integración es que, si vienes aquí,
tienes que comportarte como yo, tienes que vestir como yo, tienes que comer
como yo, tienes que hablar como yo, tienes que vivir como yo. En definitiva,
tienes que ser como yo. Si no, no vengas.
Unos
se integran, porque quieren hacerlo, y se convierten en una copia de nosotros
mismos. Otros no, porque no quieren, porque no quieren perder su identidad,
porque están a gusto como son, porque… lo-que-sea. Pero nosotros no somos
capaces de comprenderlos y nos seguimos empeñando en integrarlos: que si la
educación, que si la cultura, que si el progreso… En el fondo, lo que se nos
revuelve en lo más profundo de nuestra sociedad avanzada occidental es el miedo
atávico a lo diferente, el temor a todo aquel que no es como yo. Si ni siquiera
somos capaces de comprender a los compatriotas de la otra punta del país, ¿cómo
vamos a comprender a los que vienen de la otra punta del mundo? Mejor que
cambien ellos. Es más fácil, ¿verdad?