¿Por qué nos empeñamos
en medir el tiempo? ¿Por qué tenemos esa necesidad de saber en qué día vivimos
o en qué año estamos? ¿Por qué necesitamos calendarios, relojes, cronómetros,
minuteros, etc.? ¿Por qué ese empeño en que no se nos escape el tiempo?
El despertador del móvil
suena a las 6:45 y, como no puede ser de otra manera, en ese mismo momento, el
reloj del móvil indica las 6:45. De perogrullo, vamos. Ahora bien, en el
dormitorio tengo además otros dos relojes —radiorrelojes más bien— y, en ese
mismo momento, uno marca las 6:43 y el otro, las 6:46. Cada cierto tiempo, los
sincronizo con el móvil y, un tiempo después, vuelven a estar desincronizados
otra vez.
Normalmente, mientras
desayuno en la cocina, suenan en la radio las señales horarias que indican las
7:30. En esos momentos, miro el reloj del horno, que siempre suele indicar las
7:29, aunque tarda pocos segundos en dar el salto a las 7:30. A veces lo corrijo
para que esté sincronizado con la radio, pero más pronto o más tarde vuelve a
desincronizarse.
En el salón tengo otro
reloj, de cuerda este, que va a su bola: hay que darle cuerda a diario y,
además, tiene un mecanismo, muy sutil, para hacer que vaya un poco más rápido o
un poco más lento. Ni que decir tiene que es tan sutil que en la vida he sido
capaz de regularlo de manera que vaya sincronizado con el horario oficial; es
decir, con las señales horarias de la radio o con el reloj interno del
televisor.
En otro orden de cosas, ¿no
te ha ocurrido nunca que, cuando preguntas la hora así al aire en un grupo de
gente y te responden varios, las horas que te dan suelen ser diferentes? ¿O que
cuando eres tú quien da la hora dices 'falta poco para las dos' o ' son las dos
pasadas' o 'son las dos y cuarto minuto arriba minuto abajo' o expresiones
similares, sin preocuparte demasiado de dar la hora exacta? Y es que, por lo
general, ese minuto arriba o abajo no reviste ninguna importancia para
nosotros. Normalmente nos basta con tener una hora aproximada que nos sirva de
referencia para lo que necesitamos: saber si ya son casi las 9:00 y tengo que
correr para llegar a tiempo al trabajo o si van a ser ya las 19:00 para
llegar a tiempo al cine...
En realidad, la hora exacta
o el momento exacto en el que vivimos no lo necesitamos para nada, pero ahí
están todos esos instrumentos y conceptos que nos permiten medir el tiempo y
controlarlo desde tiempos inmemoriales: relojes de sol, de agua (clepsidras, se
llaman), de arena, atómicos...; calendario solar, calendario maya, calendario
juliano, gregoriano, musulmán...; horas, minutos, segundos, décimas de segundo,
centésimas...; días, semanas, meses, años, décadas, siglos, milenios...
Y resulta que, así y todo,
el tiempo no se deja encerrar, no se deja controlar y, cada cierto tiempo, hay
que hacer determinados ajustes en nuestros mecanismos de control del tiempo.
Cada cuatro años, hay que añadir un día al calendario: el 29 de febrero. Así
tenemos una cadencia de tres años normales seguidos de un año bisiesto (los
años que son múltiplos de 4: 2016, 2020, 2024...). Pero con eso no basta para
ser exactos, y resulta que ese día de más no se añade cuando el año termina en
dos ceros (2000, 2100...). Pero eso tampoco es suficiente. Parece ser que cada
6 meses más o menos los relojes atómicos, que son lo más de lo más en eso de
medir el tiempo exacto, tienen que ajustarse un segundo ¡¡¡Un segundo!!! Una
nimiedad, ¿verdad? Pues eso: que al tiempo no hay quien lo pare… ni quien lo
controle.
Por cierto, el segundo es la
unidad básica de tiempo en el sistema internacional de medidas. ¿Sabes cómo lo
definen? Ahí va: la duración de 9.192.631.770 oscilaciones de la radiación
emitida en la transición entre los dos niveles hiperfinos del estado
fundamental del isótopo 133 del átomo de cesio, a una temperatura de 0 °K.
Lo dicho, dejemos que el
tiempo pase como quiera y nosotros, a lo nuestro.
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