¿Por
qué esa tendencia a observar el mundo a través de una pantalla de teléfono?
¿Por qué nos sentimos desamparados sin él? ¿Por qué nos interesa más lo que
pasa en otro lugar que lo que tenemos delante? ¿Por qué no somos capaces de
llevar tranquilamente el teléfono en el bolsillo y atender a lo cercano? ¿Por
qué nos estamos recluyendo en ese chisme?
Me
suelo mover poco por mi ciudad en metro. Yo soy más del vehículo unipersonal de
dos ruedas sin motor (de la bici, vamos). Durante unos días, me he visto
obligado a utilizar el metro para ir al trabajo… y me ha sorprendido la
cantidad de personas que están ensimismadas con sus aparatos electrónicos,
teléfonos móviles inteligentes, básicamente. Un día se me ocurrió hacer un
recuento —llamarlo encuesta sería una aberración— y dos tercios de las personas
que iban en el vagón estaban mirando un teléfono o un lector de libros
electrónicos, muchas de ellas con auriculares puestos. Del otro tercio, algunas
personas iban leyendo algún periódico o algún libro, otras iban dormitando (las
menos) y otras simplemente iban mirando (el menda y alguna más).
Soy
capaz de entender que cada uno es cada uno y dedica su tiempo libre a lo que
quiere. Pero siempre me sorprendo cuando me doy cuenta de que ese ‘lo que
quiere’ es mirar una pantalla más bien pequeña. Soy capaz de entender también
que detrás de la pantallita está el mundo o, al menos, ese mundo que interesa a
quien mira las pantallas: amistades, entretenimiento, noticias, cotilleos, qué-sé-yo…
Pero me sorprende horrores que esa pantallita, con lo pequeña que es, eclipse
todo lo que está cerca, al alcance de tus manos o de tus ojos.
En
mi vagón de metro, nadie hablaba con nadie. Y no me refiero a que alguien
estuviera manteniendo una conversación sobre algún tema de actualidad con el
desconocido de al lado. Eso hace ya tiempo que pasó a la historia. Me refiero a
que nadie se dignaba decir ‘vas a salir, por favor’, ‘me dejas pasar’, cuando se
acercaba su parada. Un empujón por aquí, otro por allá… y ya estoy fuera. ¿Será
porque la mayoría de los viajeros llevan auriculares y, total, no van a oírme?
Una
mujer joven, que estaba de pie, con el teléfono en las manos y los auriculares
en las orejas, no dejaba de toser. Se la veía angustiada y un poco desesperada
por la situación. Otra mujer, que estaba sentada, sin teléfono y sin
auriculares, se percató de ello y le ofreció un caramelo por si podía
aliviarla. La joven lo cogió… y ni llegué a oírle un ‘gracias’ ni a verle un
gesto de agradecimiento: se lo metió en la boca y siguió a lo suyo. Claro que a
lo mejor el problema es mío: como soy hipoacúsico (medio sordo, vamos) y llevo
gafas, quizá no me enteré.
En
cualquier caso, a pesar de todo el mundo que puede haber detrás de la
pantallita, desechar el mundo que tienes al lado no parece una actitud
demasiado madura, ¿no crees?