¿Por
qué nos hemos creado esa necesidad de estar mirando cada momento el móvil? ¿Por
qué no podemos estar más de, digamos, quince minutos —y ya es mucho— sin consultarlo?
¿Por qué nos parece que no vivimos si no estamos permanentemente conectados?
¿Por qué nos hemos creado esta necesidad? ¿Por qué esta manía?
Toda
mi reflexión viene a cuento de una situación que viví en un avión tras
aterrizar en Barajas alrededor de las diez de la noche. Como probablemente ya
sepas, tras haber aterrizado, en los aviones no dejan usar el móvil "hasta
que las puertas hayan sido abiertas", como explica la azafata de turno. Y
probablemente también sabrás que muy poca gente espera a que se abran las
puertas para encender el móvil y ponerse a hablar o a guasapear. Normalmente es
para comunicar a quien sea que "ya hemos aterrizado", "estamos
esperando para salir", "dentro de media hora estoy en casa", o
algo similar. Nada del otro mundo: si hay personas que necesitan este contacto
para tranquilizar a alguien que está esperando, sobre todo si el avión ha llegado
retrasado, no tengo nada que objetar. Adelante.
Ahora
bien, ¿qué necesidad hay de mandar mensajes de trabajo a esas horas de la
noche? Sobre todo si los mensajes no son, digámoslo así, positivos. ¿Qué
necesidad tiene alguien de dejar la siguiente frase en un contestador
automático a las diez de la noche: "Acabamos de aterrizar, pero ya te
adelanto problemas graves en…"? ¿Qué pretende con ese mensaje? ¿Que el
destinatario, si lo oye antes de acostarse, no duerma tranquilo? ¿No puede
esperar a decírselo por la mañana? ¿Qué es lo que hace que una persona se crea
capacitada para entrometerse de tal manera en la vida privada de otra persona?
¡Qué estupidez!
Claro que este tipo de situaciones,
que se dan muy a menudo, ya no causan extrañeza en el común de los mortales.
Nos hemos acostumbrado tanto a irrumpir en, y a interrumpir, la vida de los
demás vía móvil, que nada nos parece extraño. Ni nos molesta recibir mensajes
laborales en horas de ocio, ni recibir mensajes de ocio cuando estamos
trabajando. Hemos conseguido hacer de nuestra existencia un batiburrillo de
conexiones telefónicas (llamadas, guasaps, internetes, tuíteres, instagramas,
etcétera), que lo único que nos sorprende es no estar en conexión: más de
quince minutos sin conectarme… y parece que el mundo va a olvidarse de mí.
Claro que la culpa de todo este
desatino no es del teléfono, aparato de por sí muy interesante y útil; ni de la
tecnología que permite todas esas posibilidades conectivas. La culpa es
nuestra. Si hemos dejado que los demás se inmiscuyan en nuestras vidas hasta
tal extremo, es porque así se lo hemos permitido. Con lo sencillo que es desconectar
el teléfono cuando uno quiere descansar o, simplemente, no coger esa llamada
que entra a horas intempestivas o no leer ese mensaje que me asalta mientras
estoy leyendo un libro o a mitad de la partida de parchís con mis hijos…
Recuperar el control de nuestra vida
no es tan difícil. Eso sí, requiere coraje. Te encontrarás con desplantes,
habrá personas que no entenderán tu actitud desconectada, perderás la
instantaneidad de muchas cosas… pero también te encontrarás con más
tranquilidad, habrá personas cercanas a ti que te agradecerán tu actitud,
ganarás vida. Pruébalo.